“La educación en derechos humanos como fundamento de la formación en valores en la educación superior” - Prof. Santiago J. Castellá Surribas

“La educación en derechos humanos como fundamento de la formación en valores en la educación superior” - Prof. Santiago J. Castellá Surribas

Video Relacionado:

 

Moderador

Carlos Garay Ugarte

Proyecto Tunning América Latina

Paraguay

Para todos, para todas, es realmente un gusto compartir con esta distinguida Mesa este espacio de reflexión y de análisis con relación a la educación superior vinculado a la paz, a la realización de acciones coherentes con nuestra educación y, sobre todo, con el desarrollo de múltiples áreas con relación a la paz.

“La educación en derechos humanos como fundamento de la formación en valores en la educación superior”

Buenos días. Bon dia, como se dice en catalán, la lengua que hablamos en Cataluña y que forma parte de las lenguas que se hablan en el Estado español.

Mi propuesta es intentar explicar cómo una visión diferente de la docencia en Derechos Humanos puede ayudar a una formación más integral de los juristas –en especial–, de los expertos en ciencias sociales, y yo creo que del conjunto de estudiantes universitarios.

He estado unos años como decano de la Facultad de Derecho, después como vicerrector, y en las dos instancias impulsé la inclusión de una asignatura de protección internacional de los derechos humanos en diferentes disciplinas; asignatura que vengo impartiendo desde hace más de quince años.

La idea que yo tengo es que cada vez más el mundo evoluciona, estamos en un momento de cambio trascendental. Decía ya hace unos años el presidente Obama cuando asumió la presidencia, en su discurso: “El mundo está cambiando y nosotros tenemos que cambiar con él”; y es que, efectivamente, un mundo donde muchas de las certezas que teníamos se están desmoronando y nos vemos abocados a un conjunto de incertidumbres, especialmente en lo que supone la construcción de nuestra entidad personal.

Nuestros abuelos o nuestros bisabuelos accedían al mundo con una mochila identitaria, con un paquete de identidad casi cerrado, que era muy difícil cambiar. Sabían por dónde nacían, cuál era su nacionalidad, cuál era su religión, cuál era su identidad sexual –dependiendo principalmente de su genitalidad–; sabían de qué trabajarían: de lo mismo que habían trabajado sus padres o como máximo de lo que habían estudiado; por lo tanto, a lo largo de su vida tomaban pocas decisiones; seguramente les era muy costoso salir del núcleo inicial en el que se habían criado.

En cambio, actualmente estamos abocados a decidir un marco de incertidumbres la construcción de nuestra propia identidad personal o de aquellas identidades que nos configurarán.

Nada está decidido; construimos religiones a la carta; nuestras identidades nacionales son profundamente cambiantes; todo el mundo tiene importantes experiencias trasnacionales, pero cada vez más experiencias en red, experiencias en un espacio no determinado por la territorialidad, sino por la globalidad; nuestra identidad sexual se configura por las experiencias afectivas que construimos a lo largo de nuestra vida; y nuestra identidad laboral cada vez es más compleja de definir, cada vez te cuesta más encontrar personas que te sepan explicar de qué trabajan; lo que es casi seguro es que no trabajan de lo mismo que trabajaron sus padres ni de lo que estudiaron; cada vez tengo más estudiantes de Derecho, de Ciencias Políticas, que explicar de qué trabajan es muy complejo, están en proyectos colaborativos, van cambiando su residencia, tienen diferentes relaciones afectivas a lo largo de la vida, y por lo tanto, se ven abocados a determinar cuál es su identidad, a construir su identidad.

Y esto genera una cierta complejidad en un mundo donde las ideologías, el eje derecha-izquierda ya no nos permite explicar demasiadas cosas.

Algún autor americano habla de que estamos construyendo dos grandes polos: un polo que él denomina “liberal cosmopolita” y un polo que él denomina “populismo comunitarista”. Y en torno a estas dos grandes ideas-fuerza, el populismo comunitarista, ya sea de origen más –podríamos decir– más identitario, y que puede tener más componentes conservadores, o de un populismo que se reivindica en valores de izquierda, o progresista pero que busca sociedades cerradas, frente a un polo liberal cosmopolita, de construcción de sociedades abiertas y dinámicas.

Pero lo que es cierto es que en el mundo actual el territorio pierde importancia; la territorialidad, la espacialidad pierden muchísima importancia; es muy difícil explicar los fenómenos que ocurren en el mundo desde el territorio; y cada vez lo será más.

Gran parte de las relaciones que tenemos, de amistad, afectivas, laborales, de negocio, se producen en un espacio indeterminado que es la red; y en el mundo virtual está caracterizado por que es ilimitado. Durante siglos la humanidad se ha configurado batallando por la conquista de territorio como eje articulador del poder político.

Sin embargo, actualmente el territorio más grande que existe, el territorio de la globalidad, el territorio en red, no tiene límites; por lo cual no es necesaria la competencia, no es necesaria las formas de distribución del poder clásicas, sino que podemos replicar, repetir y construir cuantos mundos queramos. Y esto tiene una incidencia especial en el concepto de derechos humanos.

Los derechos humanos nacen como un contrapunto, como un contrapeso al principio que articulaba el derecho internacional.

El principio de soberanía estatal, el principio del poder ilimitado y exclusivo del Estado, se ve, a partir del siglo XVII, contrarrestado por el principio de dignidad de la persona. Y esto aparece vinculado a las luchas por la libertad religiosa, cuando se rompe el sacro Imperio romano-germánico y empiezan las guerras de religión con la aparición del protestantismo. Hay en ese momento una propuesta revolucionaria en términos filosóficos: Martín Lutero llama a la recuperación del libro.

Por lo tanto, frente a una sociedad medieval, conformista, estamental y movilista, Martín Lutero reivindica que cada persona puede leer directamente la palabra de Dios; que cada persona puede –por lo tanto– interlocutar con lo divino, con lo trascendente; que cada persona tendrá que decidir lo que es bueno y lo que es malo en la vida, de acuerdo con lo que está leyendo directamente de la palabra revelada.

Por lo tanto, nace el ser humano ético, nace un ser humano que ya no puede conformarse, que ya no puede quedarse parado, quieto, aceptando la realidad, esperando que en otra vida pueda venir un mundo mejor; sino que, como se dice en términos de filosofía política: nace el ser humano abocado a la acción, que tiene que dar un paso adelante, que tiene que actuar porque será juzgado finalmente por sus actos.

Y a partir de aquí el mapa de Europa se rompe y aparecen los primeros monarcas que asumen esta idea protestante, esta idea de una religión en la que cada persona puede leer directamente la Biblia; sobre todo porque esto incita al emprendimiento, a la modernidad, a la actuación, a descubrir nuevos espacios, a producir más, a generar riqueza. Como dicen incluso los calvinistas: “Si tienes éxito en los negocios, es porque Dios está valorando tu acción en la Tierra”.

Y a partir de aquí (lo explica perfectamente Max Weber en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo) se inicia una nueva etapa en el mundo, en la que el espíritu emprendedor, el espíritu de la modernidad, el espíritu de querer avanzar, hacer cosas marcado por la ética, generará una nueva realidad, que es la que conocemos como la modernidad.

Pero el conjunto de la vieja Europa cristiana, de la vieja res publica christiana, reacciona haciendo la guerra a estos nuevos Estados independientes, y Europa vivirá más de doscientos años de guerra a las que se pone fin –la fecha paradigmática es el 1648– con la firma de la Paz de Westfalia.

Con la firma de la Paz de Westfalia, por primera vez encontramos que un principio muy débil pero que será muy importante, la tolerancia religiosa, aparece en un texto jurídico internacional; por primera vez en la historia el principio de tolerancia religiosa: yo puedo tolerar al otro que está equivocado, aunque el otro se vaya a condenar puedo tolerarlo, porque supone demasiados costes económicos, políticos pero también éticos “tenerte que hacer la guerra”; y este principio tan simple, tan débil inicialmente filosóficamente, como es la tolerancia religiosa, servirá para construir todo el edificio de los derechos humanos.

En poco tiempo Londres regulará por primera vez la libertad religiosa y aparecerá la contradicción: Si puede haber Estados con diferentes religiones, ¿por qué no puede haber diferentes ciudadanos con religión diferente dentro de un Estado? ¿Por qué la muy católica España no puede tener también protestantes, pero puede admitir que en Ginebra o en el principado germánico o en los Países Bajos haya protestantes?

Y a partir de esta idea irá construyéndose todo un edificio de protección de la intimidad y de la dignidad de la persona, frente a la acción ilegítima del Estado.

La libertad religiosa es el primer derecho, la primera libertad que se da históricamente, pero que plantea una nueva contradicción: Si en aquello que decimos que lo más importante, que es la interlocución con el hombre con lo trascendente, con lo divino, con el más allá, ¿puede haber libertad? ¿Por qué no puede haber libertad en el Gobierno de los hombres por los hombres?, ¿en dar al César lo que es del César? Y así aparecen las primeras libertades políticas.

Si teníamos con la libertad religiosa las primeras libertades civiles, aparecen las primeras libertades políticas, que progresivamente se irán constitucionalizando en todos los Estados; primero con las declaraciones de independencia de Virginia, de Vermont, de Massachusetts, pero posteriormente con la Revolución Francesa y en todas las constituciones, hasta que la Constitución mexicana incorporará por primera vez derechos económicos, sociales y culturales; y aparecerá una segunda generación de derecho.

Si habíamos tenido una primera generación de derecho que eran los civiles y los políticos, los derechos que protegían a las personas de la acción arbitraria del Estado, de la acción arbitraria del poder político, aparece ya una lógica diferente de derecho: derechos económicos, sociales y culturales, llamado a que el Estado intervenga. Ya no le decimos al Estado: “Detente, abstente, no entres en el ámbito íntimo de la persona”, ahora le pedimos al Estado que intervenga, que actúe, le pedimos al Estado que garantice determinadas igualdades y derechos: el derecho a la educación, el derecho a la sanidad, el derecho a la vivienda; por lo tanto, avanzamos un paso más y llegamos a una segunda generación de derechos.

Estas dos generaciones de derechos suponen uno de los debates de la tensión entre el este y el oeste, entre el mundo capitalista y el mundo comunista.

Durante muchos años, para el mundo capitalista, para el mundo liderado por Estados Unidos, para el mundo liberal democrático, los únicos derechos importantes son los civiles y políticos; porque cuando entran derechos económicos, sociales y culturales, contaminan la libertad de la persona. Y en cambio, para el mundo socialista los únicos derechos importantes eran los económicos, sociales y culturales, porque son los que garantizan la realización de la persona (dicen), frente a los derechos burgueses en donde te dejan votar y opinar, pero te dejan morir de hambre también.

Y esta contradicción hace imposible hacer un tratado de derechos humanos. Cuando después de la Segunda Guerra Mundial el mundo está horrorizado por los crímenes cometidos por el nazismo, es imposible en ese momento llegar a un Tratado de Derechos Humanos.

Lo dice con mucha claridad un filósofo, cuando afirma: “Después de Auschwitz, después del Gulag soviético y después de las bombas de Hiroshima no queda espacio para el pensamiento industrial”. El mundo está profundamente decepcionado con la barbarie que se ha vivido en la Segunda Guerra Mundial y sin embargo es incapaz de hacer un Tratado de Derechos Humanos, con un Tribunal de Derechos Humanos, como tenía previsto.

La mayoría de Estados se dividen en dos polos: unos solo quieren derechos civiles y políticos, y otros solo quieren derechos económicos, sociales y culturales; y se vuelven dos polos irreconciliables.

René Cassin y Eleanor Roosevelt tienen una idea genial: “Vamos hacer una Declaración Universal de Derechos Humanos (que no es un tratado) que sirva de pórtico para luego hacer dos tratados: uno de derechos civiles y políticos, y otro de derechos económicos, sociales, culturales, y que cada Estado se sume al que quiera”.

Ni la Declaración Universal de Derechos Humanos es aprobada con gran éxito, ni tan solo en ese momento hay un gran éxito internacional. De los escasamente 60 Estados que el 10 de diciembre del 48 forman parte de Naciones Unidas, todos los Estados socialistas, 8 deciden abstenerse, les parece que la Declaración Universal tiene un “tufillo” excesivamente liberal, excesivamente burgués, y deciden abstenerse.

Sudáfrica decide votar en contra porque le parece que es una barbaridad que diga que negros y blancos son iguales, que no hay diferencias raciales; y Arabia Saudí puede aceptar que negros y blancos sean iguales, pero se escandaliza ante la idea de que hombres y mujeres tengan iguales derechos porque considera que va contra la ley islámica.

Por lo tanto, la Declaración Universal no surge en un contexto de gran consenso, sino en un contexto de duras dificultades. A pesar de haber vivido el genocidio judío, el genocidio gitano, la persecución por motivos ideológicos, la gran barbarie que había vivido Europa, a pesar de eso, la Declaración Universal no surge en un contexto de gran euforia.

Y no es hasta la caída del Muro de Berlín, no es hasta la caída de los regímenes comunistas, que Naciones Unidas se atreve a movilizar todos sus esfuerzos en favor de los derechos humanos y convoca en el año 96 la gran conferencia con el título: “Todos los Derechos Humanos para todos”, donde afirma que no hay distinción entre derechos civiles y políticos, y derechos económicos, sociales y culturales, que todos tienen el mismo sentido: que es la dignidad de la persona humana; y que unos sin los otros son imposibles de permitir la plena realización humana; y establece la trilogía, la conexión profunda entre democracia, desarrollo y derechos humanos.

Se abre aquí una nueva etapa, se abre aquí un nuevo momento en donde progresivamente los Estados empiezan a perder soberanía en favor del principio de dignidad de la persona humana; y progresivamente los Estados, independientemente qué obligaciones internacionales hayan asumido, se ven obligados a respetar los derechos humanos. Sería largo de explicar, pero un sistema de relatores especiales de Naciones Unidas, que no precisan de la aceptación de los Estados para ejercer su mandato, vigilan el cumplimiento de los derechos humanos en todo el mundo, y tienen, incluso, la capacidad de hacer acciones urgentes, interviniendo en favor de las víctimas de derechos humanos.

Y hace pocos años se estableció un examen periódico universal por el que todos los Estados del mundo pasan por delante de Naciones Unidas y son juzgados por otros Estados, haciendo una auditoría integral de sus derechos humanos.

Pues bien, ha surgido una nueva realidad, los derechos humanos ya no dependen del Estado, ya son un patrimonio de las personas, que incorpora además una tercera generación de derechos: los derechos de la solidaridad, los derechos al medio ambiente, al desarrollo, a la paz; derechos que tienen sentido tan solo en un discurso de una humanidad unida, de una humanidad que reivindica como valor la dignidad de la persona humana.

Y acabo diciendo: frente a este discurso se alzan algunas voces que pretenden un mundo fragmentado. La realidad de un mundo global también puede ser la de un mundo fragmentado. La globalización no significa universalización, y por lo tanto pueden haber discursos cerrados que se retroalimenten entre ellos; y algunas voces cuestionan los derechos humanos como un discurso de dominación occidental para todo el mundo.

Tenemos la capacidad de argüir que los derechos humanos se fundamentan en el discurso de la razón, que es el único lenguaje posible entre los seres humanos, que es el único lenguaje que permite las relaciones interpersonales y objetivas. Y por lo tanto, la construcción de comunidades cosmopolitas, de comunidades con diversidad identitaria encuentra en la razón el elemento de debate, de consenso, de construcción de espacios públicos.

Los derechos humanos son defendibles desde la razón. Nadie nos podrá demostrar que la discriminación de la mujer, que la tortura, que la pena de muerte, son superiores al discurso de los derechos humanos. Por eso emerge un nuevo paradigma: la ciudad, la ciudad frente al Estado, la ciudad como el espacio de realización de las personas, de la ciudadanía, la ciudad como república. El mundo hoy se explica más como ciudades que compiten por atraer talento y por garantizar calidad de vida, que como Estados que hacen la guerra como hace unos años; y es la ciudad el espacio mágico de realización de los derechos humanos, el espacio que permite construir discursos cosmopolitas, abiertos, integradores de diferentes culturas, desde el lenguaje de la razón.

Y esta pedagogía de los derechos humanos es absolutamente transformadora para los estudiantes universitarios; que cuando la conocen en profundidad, entienden el derecho no como un discurso de dominación de los poderosos para ordenar el mundo de acuerdo con sus conveniencias, sino como una nueva sociabilidad universal que hace a la persona y a su dignidad protagonista de un nuevo mundo, en cambio; que además de ser global, puede ser universal.

Muchas gracias.