Santiago Castellá Surribas | El genocidio, la mirada al Holocausto como el fundamento, como la base de una pedagogía de los derechos humanos.

Santiago Castellá Surribas | El genocidio, la mirada al Holocausto como el fundamento, como la base de una pedagogía de los derechos humanos.

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Buenos días. Muchas gracias por su presencia y agradecer también a la EMAP la organización de esta tercera CUMIPAZ. Gracias por encontrarme con ponentes tan selectos y con un público tan interesado.

Si la ponente que me ha precedido ha planteado las cuestiones pedagógicas de una educación para la paz y los derechos humanos, yo voy a entrar en la parte de los contenidos que considero que debe tener esta educación, y especialmente (y este es el título de mi ponencia):

El genocidio, la mirada al Holocausto como el fundamento, como la base de una pedagogía de los derechos humanos

 

Situar la experiencia del Holocausto en el centro de la explicación de los derechos humanos. Y voy a intentar justificar el por qué de esta propuesta y cómo desarrollarla.

Hace menos de una docena de años, cuando el presidente Barack Obama asumía la presidencia de Estados Unidos, lo hacía con estas palabras, decía: «El mundo ha cambiado y nosotros tenemos que cambiar con él».

Y efectivamente, los últimos años, el siglo XXI, han habido cambios radicales, trascendentales en el mundo, que sin duda afectarán a la condición humana.

Decía el gran filósofo Ortega y Gasset: «Ya que tenemos el deber de presentir el futuro, tengamos también el valor de afirmarlo».

Y efectivamente, la globalización nos trae dos grandes cambios. El primero, que percibimos de manera más clara, es la inmediatez en las relaciones sociales; todo sucede al instante, on-line, todo sucede de manera instantánea, sin necesidad de demorarnos; pero el componente que me parece más interesante para entender la nueva sociedad internacional, es que gran parte de las relaciones sociales se producen en un espacio sin territorio.

Ha aparecido la nube, la red, un nuevo espacio donde el territorio ya no existe, un espacio absolutamente ilimitado, donde podemos crear tantas patrias, tantas naciones, tantas comunidades como queramos. Después de 40 siglos de humanidad peleándonos por la conquista de territorios, porque el territorio era poder, porque el territorio eran riquezas naturales y explotación de las personas que en él se encontraban, de repente asistimos al nacimiento de un nuevo mundo desterritorializado.

Algunos autores, algunos pensadores, hablan de un nuevo sionismo digital, la creación de patrias, de comunidades virtuales en red. Y esto supone una oportunidad vital para la humanidad, pero al mismo tiempo conlleva, yo creo, un riesgo que tenemos que asumir, que es que por primera vez desde el discurso de la modernidad, desde que podemos situar en torno a la reforma protestante, en torno a la Europa de Westfalia naciera la modernidad ilustrada, por primera vez la pretensión de universalidad se puede quebrar.

Pueden aparecer comunidades, como dice algún autor: “naciones Facebook”, comunidades cerradas, autorreferenciadas, estados islámicos que tengan su propia lógica (por decirlo de alguna manera), comunidades absolutamente diferenciadas, que no interlocuten con el lenguaje de la razón con el resto del mundo y que planteen una oposición frontal a los valores, a los principios del universalismo, que constituyen la base de la construcción ética de un mundo en común.

Por primera vez, insisto, podemos asistir a que el discurso universalista de la modernidad, la capacidad de que entre todos tengamos una discusión racional sobre los principios éticos y lleguemos a conclusiones comunes, se quiebre. Pero además, en este nuevo mundo marcado por la globalización nos encontramos abocados, obligados si quieren, a ser más libres que nunca.

Nuestros abuelos, nuestros antepasados, nacían con un paquete identitario bastante cerrado. Sabían en qué nación nacían (eso determinaba en gran medida su religión), trabajaban de lo que habían trabajado sus padres o —los que tenían más suerte— de lo que habían estudiado, su genitalidad marcaba cuál sería su condición sexual, tenían que tomar pocas decisiones en su vida. En gran medida, el matrimonio, en algunos casos el servicio militar, era la experiencia más disruptiva de cambio que tenían en su vida.

Actualmente todas nuestras identidades son cambiantes, contradictorias, múltiples, líquidas. Nadie trabaja de lo que trabajaban sus padres y seguramente tiene poco que ver con lo que ha estudiado, y cada uno se hace su currículum de estudios a medida. Las patrias se difuminan. Tenemos múltiples patrias y lealtades, lealtades en ocasiones a comunidades que están por encima de nuestras lealtades nacionales; nuestras identidades sexuales se determinan por las elecciones afectivas que decidimos tener a lo largo de nuestra vida; nuestras religiones se convierten en un collage de múltiples interpretaciones personales.

En definitiva, nos vemos más que nunca obligados a la libertad, obligados a la autonomía moral; y esto produce miedo, esto produce una percepción absoluta de riesgo; y como dice ese viejo refrán oriental: «Cuidado con los miedos que vienen por la noche y te roban los sueños».

Pues efectivamente, el miedo hace que parte de la población —buscando seguridades— se vea abocada a nuevos integrismos, a querer revivir, recrear, reproducir artificialmente formas de vida tradicionales ya perdidas; a intentar construir idearios tradicionales de manera cerrada, de manera no dialogada, porque eso le produce seguridades.

Jóvenes de segunda, tercera, cuarta generación de inmigrados en Europa, no practicantes religiosos, que intentan —en una idealización de un Islam que les da una respuesta integral a todos sus miedos— reconstruir sus seguridades. Pero también jóvenes de la civilización judeo-cristiana que abocados por la incertidumbre y el miedo de tener que escogerse, determinarse, elegirse, hacerse como decía Unamuno: “quienes ya son”, ante esta elección vital de la vida, recurren al fanatismo, al integrismo, a nuevos populismos.

Hoy el mundo ya no se explica en la tensión derecha e izquierda, sino es esta gran tensión entre el liberalismo cosmopolita frente a los comunitarismos populistas.

Y la posibilidad de la educación, seguramente la única posibilidad como vieron los grandes pedagogos, los principales revolucionarios del siglo XX, los que entendieron que la revolución no se hacía con pasamontañas, sino que se hacía en las aulas; como entendieron los grandes pedagogos, es la educación la única que puede articular la formación de personas que mantengan esta conciencia ética universal, inspirada en los valores de la modernidad, en los valores ilustrados de la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Y para poder transmitir esto, el conocimiento profundo del genocidio que sufrió el pueblo judío, que sufrió el pueblo gitano y zíngaro, que sufrieron las personas por su orientación sexual, por sus ideologías políticas, conocer con profundidad lo que pasó en la Europa de la Segunda Guerra Mundial, en 1945 cuando acaba esta guerra, la profunda conciencia de fracaso humanitario, cuando Jorge Luis Borges escribió: «Si en algún momento la naturaleza tenía como fin crear un ser inteligente, hoy sabemos que ha fracasado»; o como dice el filósofo Javier Muguerza: «Después de Auschwitz, después del gulag soviético, después de Hiroshima (fíjense que no deja nada títere con cabeza), después de lo malos que fueron los nazis, pero de lo malos que fueron también los comunistas soviéticos, de lo malos que fueron los liberal-demócratas americanos, después de Auschwitz, después del gulag, después de Hiroshima, no queda espacio para el pensamiento ilustrado».

1945 nos demostró que la razón es capaz de generar monstruos, que como había anticipado el genial pintor, seguramente el gran ilustrado español Francisco de Goya, el sueño de la razón provoca monstruos.

Y entender en profundidad que los alumnos lean a Primo Levi, que entiendan cuáles fueron las maquinarias de exterminio tan bien articuladas por la ingeniería alemana, que entiendan esta fábrica de exterminar personas sacando el máximo beneficio posible, que entiendan la capacidad de depravación, que entiendan —como decía José María Mendiluce— que todos los seres humanos llevamos un pequeño hijueputa adentro y que lo podemos hacer crecer o mantener dormido.

Que entiendan la profundidad de la tragedia que vivió la Segunda Guerra Mundial es básico para que puedan entender cómo en ese momento el mundo, en 1945, en la Conferencia de San Francisco, decide poner los derechos humanos como uno de los elementos articuladores del nuevo orden internacional. Y por primera vez en la historia ocurre algo mágico: el principio sagrado, sacrosanto de la soberanía del Estado; esa soberanía que se preconiza absoluta, ilimitada, plena del Estado, se ve contrapesado, se ve contrarrestado por un principio nuevo: la fe en los derechos humanos, el principio de dignidad de la persona humana; por primera vez en la historia se le dice a los Estados: «eres soberano, pero detente ante las agresiones a la dignidad de la persona humana».

Y este principio pequeño, que había nacido en los albores de Westfalia cuando en los tratados de Osnabrück y Münster se coloca por primera vez el principio de tolerancia religiosa, fíjense qué principio filosófico tan débil: «Puedo tolerar al otro, al que está equivocado, al que no es de mi religión única y verdadera».

Este principio tan débil, en 1648 dará rápidamente paso al principio de libertad religiosa: «Sí puedo tolerar otras religiones, podrán existir otras religiones, tendré que regular la libertad religiosa». 1668 – primera ley de libertad religiosa en Inglaterra. Y a los pocos años: «Si puedo tolerar que en lo más importante (en el diálogo del hombre con lo trascendente, con el más allá, con los dioses) haya libertad, ¿por qué no en lo que es del César, en dar en el gobierno de los hombres por los hombres, no puede haber libertad?».

No tardarán ni 20 años en la Primera Declaración de Derechos del Hombre en el contexto de la Revolución Británica, que rápidamente saltará en los procesos de independencia de las colonias británicas: Virginia, Vermont, Filadelfia, Massachusetts, que saltará a la Revolución Francesa con la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, respondida por Olympe de Gouges con la relación de Derechos de la Mujer y la Ciudadana, criticando el carácter patriarcal que tenía la Declaración francesa; y en poco tiempo todo el mundo se organiza con constituciones que empiezan a tener su Declaración de Derechos del Hombre, que empiezan a tener su propia Declaración de Derechos Fundamentales, donde a los derechos civiles y políticos se incluyen los derechos económicos, sociales y culturales por primera vez —y hay que recordarlo— en la Constitución mexicana.

Pues bien, el salto para que los Derechos Humanos dejen de ser un asunto esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados se da tras el Holocausto, se da tras los juicios de Núremberg, se da de la mano del jurista Lemkin cuando plantea la regulación del genocidio.

Es en ese momento cuando la comunidad internacional tiene constancia de que no se puede dejar en manos de los Estados la regulación de los derechos humanos, y es cuando emerge, como principio —podemos decir— constitucional del nuevo Derecho Internacional, el principio de la dignidad de la persona. Por primera vez la soberanía del Estado deja de ser ilimitada, plena y absoluta; choca, tiene que detenerse ante la dignidad de la persona humana.

Es cierto que el nacimiento de este principio ha sido tremendamente complejo; y esta pedagogía conflictual que nos planteaban es básica para que el estudiante entienda que no es un punto de llegada consensuado en el que ya podemos relajarnos, sino que la defensa de los derechos humanos y la dignidad de la persona es un camino progresivo, constante, lleno de conflictos.

Cuando encargan a René Cassin y a Eleanor Roosevelt hacer un Tratado de Derechos Humanos con un tribunal de derechos humanos, resulta que no logran poner a los Estados del mundo de acuerdo; resulta que la tensión entre el este y el oeste, entre los países comunistas y los capitalistas hace imposible hacer un Tratado de Derechos Humanos.

Salíamos de la Segunda Guerra Mundial, salíamos de la gran barbarie humanitaria y éramos incapaces de hacer un Tratado de Derechos Humanos. Idea genial de René Cassin y Eleanor Roosevelt: «Si no podemos hacer un tratado, hagamos dos. Hagamos uno de Derechos Civiles y Políticos y otro de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; y que cada uno, que cada Estado, acepte el que quiera. Y previamente haremos una declaración: la Declaración Universal de Derechos Humanos». Pues bien, esta Declaración que era solo una declaración, una mera declaración sin valor jurídico, un mero poema universal sin valor jurídico exigible, poco a poco irá cobrando fuerza.

Nació tremendamente debilitada, nació tremendamente debilitada: los Estados socialistas (8) se negaron a votarla en positivo. Dijeron que la Declaración Universal, el 10 de diciembre del 48 en París, dijeron que esa Declaración que nacía tenía un tufillo tremendamente liberal y que no podían votarla; que allí faltaba era una declaración de derechos burgueses, que allí faltaban los derechos sociales y económicos de las clases trabajadoras.

Sudáfrica se negó a votarla: ¿qué era esa barbaridad de que negros y blancos fueran iguales para la Sudáfrica del Apartheid? Y Arabia Saudí se negó a votar: «puede ser que negros y blancos sean iguales, pero que el hombre y la mujer tengan los mismos derechos (dijo), esto va contra la Sharia».

Nació, por lo tanto, debilitada; pero como tardamos 20 años hasta 1966 en hacer los dos tratados de derechos humanos, que no entrarán en vigor hasta el año 76 (30 años después): en estos 30 años se produce una alquimia, una magia, una reacción inesperada. Naciones Unidas decide que si no hay textos obligatorios de derechos humanos para los Estados, la Declaración es suficiente, que la obligación de proteger los derechos humanos que está en la Carta de Naciones Unidas tiene que interpretarse ese concepto jurídico vacío (nadie sabe qué son los derechos humanos), pues vamos a interpretar que los derechos humanos son lo que dice la Declaración.

Y en base a esta Declaración vamos a empezar a exigir a los Estados que los cumplan. ¿Cómo? Enviando relatores especiales, meros estudiosos que cuando había una situación de conflicto explicaban lo que pasaba; no obligaban al Estado, explicaban lo que pasaba; pero al Estado le salían los colores ante la comunidad internacional, se caía de vergüenza cuando la acusaban de violar los derechos humanos, buscaba justificaciones: «No, yo no los violo. Es que estoy luchando contra el terrorismo, es que estoy en una situación de guerra, es que es la propaganda de la oposición». Pero al final empezaban a corregirlo. Y estos relatores especiales, meros estudiosos, poco a poco van cobrando fuerza y van haciendo acciones urgentes, llamadas de atención a Naciones Unidas ante violaciones.

Y sobre esta base, el nuevo Consejo de Derechos Humanos aprueba un examen periódico universal: Todos los Estados del mundo, independiente de qué obligaciones hayan asumido, tienen la obligación de, cada cinco años, presentarse ante Naciones Unidas con todo su expediente de derechos humanos, con toda la información de los relatores especiales, todos los informes presentados, donde serán analizados, serán examinados, se les hará una auditoría integral de sus derechos humanos.

Y en base a esto, a esta Declaración del 48 tan débil, que no tenía fuerza jurídica, aparece de repente la Declaración de la Asamblea General que establece la obligación de proteger: «Todos los Estados tienen la obligación de proteger a las personas»; y a partir de aquí hemos construido un edificio donde los derechos humanos, donde la dignidad de la persona, se antepone ante cualquier soberanía del Estado.

Y esto ocurre, además, en un momento en que la soberanía se diluye, en que los Estados se han hecho demasiado pequeños para hacer normas; cualquier norma tiene que hacerse en coordinación como mínimo con los intereses de tu región, con otros estados de tu región, en el marco de Mercosur o coordinado con la Unión Europea, cuando no con estándares internacionales marcados por la Organización Mundial del Comercio, marcados por las grandes agencias transnacionales.

Los Estados pierden autonomía para legislar, pierden autonomía, se hacen demasiado pequeños frente a los grandes poderes transnacionales; pero al mismo tiempo son demasiado grandes para aplicar las normas, demasiado grandes para en su realidad aplicar por igual las normas; pierden poder, pierden soberanía por arriba, y por abajo con los entes subestatales; pero al mismo tiempo el ser humano se organiza cada vez más en una sociedad civil fuerte que se reivindica universal, y esta es la gran fuerza de la humanidad.

Ese Derecho Internacional llamado a regular relaciones entre Estados es cada vez más un derecho global, ya no entre naciones, sino un derecho de la humanidad, que fija principios éticos como los derechos humanos, como la protección del medio ambiente, como la libre determinación de los pueblos, como el derecho a la paz, como el derecho al desarrollo, que entran dentro de la vida interna de los Estados alterando sus relaciones con sus ciudadanos y planteando lo que ya hace siglos había preconizado Francisco de Vitoria, la escuela de teólogos juristas españoles del siglo XVI y XVII, cuando hablaban de una sociabilidad natural de la humanidad.

Estamos asistiendo, me parece a mí, de la mano de los derechos humanos a un nuevo derecho ya no internacional: a un derecho global, que es el que tiene que garantizar la universalidad, y al mismo tiempo el que tiene que inscribir los principios éticos que permitan la convivencia libre, democrática, del conjunto de la humanidad. Y, o educamos a los estudiantes en esta nueva concepción del mundo, en este mundo que está cambiando aceleradamente y que los aboca a la incertidumbre, al miedo, pero también a tener más posibilidades que nunca de ser lo que cada uno quiera ser, o los educamos en la formación conflictual, dialogada, de estos valores sin ningún miedo.

Sabemos que ninguna discusión racional puede triunfar convenciéndonos que es mejor violar los derechos humanos, que es mejor la violencia sobre la paz. Sabemos que usando la razón ganaremos seguro, porque son principios que están inscritos en el ADN más íntimo de la humanidad.

Por eso es especialmente necesario motivar desde este suceso dramático de Europa, que marca un punto de inflexión en la modernidad; motivar desde el Holocausto, a entender en profundidad la dignidad de la persona, la igual dignidad de todos los seres humanos, para poder conjuntamente construir un mundo mejor.

Muchas gracias.