Max Wagner / Colombia

Transcripción

Max Wagner

Sobreviviente del Holocausto

Mi nombre es Max Wagner, yo nací en el año ‘25 en un pueblito de Rumania. En la actualidad, cumplo este mes 88 años.

Mi mamá se llamaba Amalia, Maly; y mi papá, Oskar. Papá Oskar lo llamaban Haskel, que es en hebreo. El nombre de mi mamá Maly es Malka. Ellos tuvieron dos hijos: mi hermana Ruty y yo.

Donde nací, un pueblito... Mi papá era terrateniente. Toda la mejor tierra que había en Botoşani, era de Oskar Wagner, la mejor; y papá hizo una casa donde vivíamos… teníamos vacas, caballos. La familia de mi papá eran los fuertes del pueblo, mi abuelo era el Alcalde. Los Wagner eran muchos. Todos eran…

Y papá trabajaba con ayudantes. En la casa enseguida había una pieza donde había una máquina que da con la mano, que los campesinos traían la leche; y pasaba la leche, quedaba la crema, y la plata se le daba en sal, petróleo, todo lo más necesario para el hogar, le cambiábamos la leche por esto.

Papá tenía un amigo con el cual crecieron juntos, hicieron la vida juntos éstos. Un muchacho ortodoxo. Allá la religión no es católica ni nada, sino ortodoxa. Era increíble la amistad de casa y casa, estudiaron juntos y todo.

Una noche vino el muchacho a la casa, yo no estaba, yo estaba estudiando en Siret. Vino y le dijo: “Haskel y Fanny y Maly, siéntense, necesito hablar con ustedes.” Haskel, Oskar era Haskel, se llamaba, no Oskar. Yo tampoco era Max allá, el mío era Muño. “Siéntense, tengo una noticia muy triste, Haskel. Dentro de un mes usted ya no puede estar acá a donde está en este momento. Si no se va de Kadafindeshki, lo van a matar; y si se queda, me matan a mí, porque yo soy el jefe nazi (oiga) del pueblo.” –“¡¿Cómo?! (Papá) ¡¿Usted?!” -“Sí.”

Y nos fuimos a Siret despacio. Papá fue, consiguió una - allá una casita de bajo costo, trajimos los muebles de allá; muebles: una cama así y un escaparate, como allá no había. En Siret, allá nació Ruty, en Siret se hizo comunicación con Manizales. Se demoró pero se hizo, con palanca, con Manizales. En Manizales había dos hermanos de mi mamá: Carlos y Adolfo Wagenberg. Se hizo, se habló, que Oskar se tiene que ir. “¿¡Cómo!?” —“Se tiene que ir. No tienen que dar plata porque él tiene (Oskar)…” Que van a ver allá cómo lo van a arreglar. Y así fue. Se fue Oskar, dentro de ocho años, nos fuimos… ocho años sin nosotros.

Papá estuvo aquí en Manizales ocho años sin nosotros. Y nosotros pasamos la belleza de lo que yo te conté, sin él.

Mi vida, ha tenido muchas carreras, muchos obstáculos, y mi Dios me ayudó que esté vivo yo; y cuando terminó todo, mi mamá estaba viva conmigo.

En Bucarest teníamos alquilado una pieza más o menos de este tamaño, de este, donde teníamos dos camas, una mesita y un escaparate para la ropa, para lo que hay; y las camas, en una yo, una bajita así, y mi mamá y Ruty en otro.

Una noche: ¡tan!, ¡tan!, ¡tan! Golpean la puerta. Abrimos. Policía. Entraron: “Recojan sus ropas. No maletas, sino envueltas allá, para ponerlas en la espalda.” Y empezamos a llorar. Mamá y yo arrodillados en los pies del Comandante, llorando y besándole las botas, pero horrible: “Dejen la niña, dejen la niña, le rogamos, sean humanos, dejen la niña, no sabemos qué va a ser de nosotros,” llorando arrodillados. En un momento el oficial: “¡Tropa!” Así gritó. “Aquí no hay ninguna niña. ¡Nos vamos!”

Se quedó Ruty allá con la vecina, la que nos había alquilado la pie… y de allá… mi mamá tenía hermana en Bucarest, la llevaron…; y nosotros nos despedimos, imagínate cómo, de la niña: “Adiós.”

Una de las cosas que nos pasó a mi mamá y a mí: Estábamos en la estación del tren, esperando el tren que nos va a llevar a Auschwitz, pero el tren no vino; el tren no vino, porque los ingleses y los americanos bombardeaban día y noche la línea férrea rumana, para que no saquen el petróleo para los alemanes; Rumania es el segundo productor de Europa, de petróleo, después de Rusia.

He pasado mi vida…, no puedo contar tanto, pero les voy a contar uno de los casos.

Yo estuve dos años en el campo de concentración de trabajo, estuve un año en unas minas de piedras, quebrando dos metros cúbicos de piedras diario, que venían los camiones (segundo día) de los alemanes, a recoger la piedra que era para hacer anti-tanques; éramos de todas las edades, yo era uno de los más jóvenes, tenía 17 ó 18 años, y había gente de 65 - 70 años, que no podían cumplir la cuota de la piedra; entonces nosotros, los más…, más o menos más jóvenes, cuando terminábamos les ayudábamos a los viejos.

Había un jefe en la mina, un búlgaro, malo como no se puede imaginar; andaba todo el día con un bastón así de caucho, a donde podía pegar. Uno que más golpes recibió, era un viejito como de 70 años.

Un día estábamos trabajando cuando oímos gritar en yidish: “Oi ve ¡ay! ¡ay! ¡ay!” Le estaban pegando con el bastón, y gritaba el viejito y llorando. Yo me salí de la mina en el punto en que estaba, y me fui a donde estaba el viejo y a donde el búlgaro le estaba dando golpes; fui, le cogí el palo al búlgaro allá, y le dije en unas palabras pues que no les digo acá: “Oiga bien Iván, este puede ser, no su papá sino su abuelo. Le quiero advertir una cosa: de hoy en adelante, usted a donde le da un golpe más, ¡lo matamos!” Y no más, esto pasó el día.

Llegó el día siguiente, llegó un carro Volkswagen, se bajaron cuatro tipos, y traían un taburete redondito solo; lo puso en la mitad del campo y llamaron a todo el mundo (éramos como ciento veinte allá), que hagan un circulo.

En esto uno de ellos dijo: “¡Max Wagner, venga para acá!” Yo salí. Yo ya sabía; cuando vi que llegaron con esto, yo sabía qué me espera. “Venga, quítese la ropa, ¡toda!; y vas a responder por las amenazas que le hizo al jefe. ¡Acuéstese!” Me acosté cabeza para abajo, con el dorso para arriba, y empezó con el bastón, dele, dele; para esto hay veinticinco golpes, es como una pena de muerte. No grité, no lloré, aguanté los veinticinco golpes lleno de sangre, lleno.

En uno de los libros de Wiesenthal; estos le tomaron las fotos, de lo que eran los mismos estos, y después se la vendieron a Wiesenthal. Yo aparezco en uno de estos libros, así, mirando la espalda, que todavía estaba rojo allá de los golpes; estuve tres meses sin sentarme.

Y dice Wiesenthal: “Esta es la fortaleza de un joven judío de 18 años, que aguantó los veinticinco golpes sin llorar y sin gritar.” Ese fui yo. Con esto, este incidente fue para mí…

Pesaba 35 kilos, y quebraba la piedra con un martillo de 5 kilos. Tenía una fortaleza, juro, que si le daba un puño a alguien, no se levantaba más; la fortaleza... Todavía hoy, después de setenta años, tengo la fuerza en mi mano derecha.

Así que, ¡tantos casos! Dios mío; pero Dios me ayudó y quedé vivo, no me mataron.

Terminó… Mientras fue este golpe, en esta misma semana los rusos estaban llegando a la frontera de Rumania.

Yo andaba casi desnudo así con un… abierto atrás, porque era los dolores, ¡Dios mío!; y tenía que presentarme en la mina. Me presentaba pero no trabajaba ni nada; me consiguieron una llanta pequeña, en una silla, en una cosa allá, y me sentaba para poder respirar.

Todo pasó. Hasta hoy creo que se ven las señas. Esto fue el caso más duro que yo tuve.

Y el susto más grande: Cuando estábamos encerrados. Estábamos en un colegio, y llegaron con la lista; entre ellos mi mamá y yo, para que vamos, que nos llevaban al ferrocarril, a la estación del ferrocarril; esperar un tren que nos va a llevar a un campo lindo, lleno de frutas, y tierra muy fácil de trabajar, para que descansemos, eso nos dijeron; pero por la noche, si todo – pasaban unos muchachitos así, con los negritos: “Los están mintiendo. A donde los quieren llevar es la muerte. Defiéndanse, no se dejen, es la muerte.” Allá los muchachitos, todos negritos: “Es la muerte, es la muerte, no se vayan.” Y Dios nos ayudó y no llegó el tren; y quedamos allá mismo en el colegio, nos devolvieron; y seguimos la vida, ya era muy poco tiempo después de esto.

En una noche nos acostamos, éramos 1, 2, 3, como 6 éramos en una pieza, en camas de tres pisos así, de hierro… Una noche nos acostamos, por la mañana nos levantamos, y las puertas del colegio y todo estaban abiertas; no habían jefes, no había nada, pero se oía: “¡Bum!, ¡bum!, ¡bum!.” Los rusos ya estaban allá en la puerta de Bucarest. Y llegaron.

Yo no puedo decir nada… Yo trabajé antes en una empresa, estudié, salí de sub-ingeniero mecánico textil; esto aprendí. El colegio se llama Shokanol, traducido dice el martillo; el colegio más grande judío que había en esta época, grandísimo.

En este colegio por la mañana era estudio, por la tarde aprendías una profesión. Toda clase había cómo practicar allá y en otra parte. Había gente muy inteligente que hablaban con uno a ver si sirve para lo que quiero trabajar; yo salí bien y allá me gradué.

Hay un porqué, que de este colegio hubo dentro allá muchos problemas con los estudiantes, los que estuvimos allá. Salimos un 80% de un color común: rojo.

Bueno, terminó, teníamos la visa, la segunda vez, porque la primera vez que nos fuimos en tren de Bucarest hasta Italia para coger el barco, pasando Yugoslavia, entrando a Italia, ¡pum!, estalló la guerra y nos devolvieron. Bueno, ahí quedamos viviendo en Bucarest, no en el pueblo, la ciudad de donde nací.

Fui, ya teníamos la visa y nos fuimos a la embajada americana. Para que tú puedas ir a Suramérica, necesitabas visa americana para pasar el Canal de Panamá. Llegamos mi mamá, mi hermanita (que es otra historia) y yo, a la embajada. El primer día, papeles: Colombia, les mostré, Colombia donde vamos a ir, a Colombia, Colombia. Otro día, no sé en qué idioma, nos dijo que veníamos el otro día. El segundo día fuimos y salió un gringo, pero… y me puso a mí el dedo así acá: “A son of a b____! Jewish communist! No visa!” Incluso yo le mostré los bolsillos vacios, y me levanté esto, mejor dicho, no había sino huesos allá y todo… “No communist, no…” ¡Nada!

Había dos caminos para llegar acá: uno, el de Panamá, que era de ocho días menos; y el otro, a donde fuimos, por Brasil, treinta días, cielo y mar; no más. En un carguero, doscientas personas emigrantes, en dos dormitorios: uno para hombre y uno para mujer.

Eso… yo como no conocía todas estas comidas: bananos. Comí bananos y casi que me muero un día, me gustó; y como era yo con hambre, con hambre, en la mesa nunca falté; en cambio en una mesa de cincuenta personas éramos como diez no más; el resto estaban en el borde del barco dándole de comer a los pescados. Y llegamos a Brasil.

A nosotros nos trajo desde Rumania hasta Colombia, HAYAD. Hayad es la Cruz Roja judía. Se hizo cargo de nosotros, todo; todo se llama: dormida y comida. Teníamos que ir a partes como a Francia, caminar a un restaurante pues más bien muy popular, y la dormida también en un hotel que se le cayeron las estrellas, era… pero salimos vivos.

En cualquier parte que querían emigrar, la Cruz Roja judía, HAYAD, se hacía cargo viendo todos los papeles, si son judíos, y no porque es la… ciento por ciento es esta, ciento por ciento nos trajo. Cuando llegamos pues ya a París nos dio plata: a cada uno 15 dólares, en efectivo.

Uno de los casos del viaje… salimos de Bucarest para llegar a París, hizo escala en Praga, el tren hizo escala donde teníamos que cambiarnos a otro que nos iba a llevar hasta París; entonces allá en el hotel que ya nos tenían todo preparado, sabían en el hotel, comimos y salimos a caminar, mi mamá, Ruty y yo, por las calles de Praga; y pasamos por un almacén que vimos que hay mucha gente, mucha vitrina y todo, y miramos que habían pan, pancitos, y había gente.

Dije: “Mamá… ¡mira, pan! ¿Será que nos venderán?” Entramos. Nos atendió. Le dije: “Yo speak jewish,” más o menos entendió: “¿Qué quieren?” -“De esos pancitos.” -“Sí, ¡cómo no!, ¿cuántos?” -“Cien” Nos vendió cien pancitos; nos rebajó… el dueño era judío, el de la - nos rebajó la mitad de la plata allá, y nos dio; y llegamos de vuelta al hotel, y Dios muy grande que no nos morimos. Dios nos cuidó y puso la mano, que no nos morimos con estos pancitos. Nos comimos más de cincuenta panes. Era algo pues… ¡no vimos pan cuántos años! ¡Cuántos años que no vimos pan! Ahí está.