Samuel Martín Barbero | Panel 1: Contribución de las Instituciones de Educación Superior (IES) para la promoción de valores universales desde los programas de formación
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Muy buenos días a todos ustedes, por mi acento podrán presumir que no soy de este continente, de este maravilloso lugar, pero, en cualquier caso, desde el punto de vista emocional e intelectual, me siento sumamente honrado por el hecho de haber sido invitado por primera vez —con lo cual es mi debut y espero no defraudarles— a este maravilloso lugar, Guatemala, a esta excelente Cumbre y a este estimulante, desde el punto de vista intelectual, panel sobre educación.
Nuestra universidad es joven, tiene apenas dieciocho años y personalmente yo llevo tres años al frente de esta, con lo cual, cuando una institución de educación superior tiene... apenas es un adolescente, los valores están, pero de alguna forma no siempre han cristalizado. Y uno, entre muchas de las misiones que tiene como rector, una de ellas verdaderamente es salvaguardar y preservar el legado, pero también construir el futuro.
Y a veces, los valores pasados pueden o no estar ajustados a los tiempos modernos, y esto nos lo dicen claramente en las universidades las nuevas generaciones de alumnos que no estudian, no tienen las mismas expectativas que teníamos nosotros cuando alcanzamos el fénix, entrando en la universidad. Y es precisamente ese momentum, de saber que uno está en una institución joven, pero que esa institución joven tiene que estar a la altura de las nuevas circunstancias y tiene que sostenerse a lo largo de los tiempos, es lo que a nosotros personalmente y a mí, hoy, aquí, me lleva una reflexión de tipo más académica, más intelectual que nos ha hecho a nosotros reposar nuestro modelo de valores, al menos en cuatro o cinco hitos dentro de la historia de las propias universidades.
Aquí todos probablemente compartimos una máxima ¿no?, y es el hecho de pensar que la educación es un derecho universal, pero también que las instituciones académicas tienen como tal, la obligación moral, una obligación moral de llegar esa realidad a su propósito; es decir, que en su Carta Magna consigan con o sin financiación pública, siendo entes con o sin ánimo de lucro, llevar la educación al máximo apogeo.
Pero la universidad curiosamente que es un ente, un ente vivo pero también muerto, porque la universidad alcanza mil años en algunos de los casos en Europa, como universidades como: Oxford, Cambridge, Coímbra, París, Salamanca, son universidades que no siempre nacieron con los valores que nosotros damos aquí por asumidos; eran instituciones entonces, cuyos valores a pesar de llamarse universidades no eran universales en ningún caso; eran universidades acotadas a unos segmentos, a unos reductos de la población muy minoritarios; en ningún caso eran universidades abiertas, ni en conocimiento, ni en tipología de alumnos, todo el saber residía en apenas tres áreas de conocimiento: la teología, el latín y la filosofía. Y aquellos hombres que no eran de la iglesia y que estudiaban en esos centros eran élites privilegiadas. Por lo tanto, la universidad desde su fundación, no necesariamente cumplió con un valor presencial o presente en su propia nomenclatura; para más inri, eran élites o eran religiosos, siempre masculinos nunca femeninos, los que dieron acogida en sus aulas a la universidad.
Cuando uno atiende (y este es un ejercicio divertido) a los lemas en latín que sostienen al día de hoy el credo o el eje vertebrador de muchas universidades en el mundo, verá todavía reminiscencias de ese pasado medieval de la siguiente forma, puede uno escuchar o ver: “El Señor es mi Luz” todavía, Oxford; o “De aquí, la luz y las copas sagradas” dice Cambridge; o incluso, muchos siglos después, en el siglo XIX en Estados Unidos, algunas universidades como la Universidad de Berkeley, mantenían ese estela haciéndose o vertebrando su identidad dentro del “Hágase la luz” ¿no? .
Insisto, eran finas capas medias, extensas capas bajas de la sociedad, de una sociedad feudal que no tenía acceso ni al conocimiento, ni a la universidad. Esto era todo menos una hora para todos, en términos no institucionales-académicos (ya lo he comentado antes), apenas eran tres áreas del saber, nunca prácticas, nunca aplicadas, nunca que tuvieran nada que hacer con las costumbres, tradiciones, oficios y profesiones de la gran masa de población lo que se enseñaba en esas aulas universitarias.
Pero afortunadamente, llegó el renacimiento. El renacimiento fue un momento en el cual desde una concepción del saber y del conocimiento más teocéntrica, donde todo gravitaba en torno a Dios, se pasó a que todo gravitara en torno al hombre, una visión más antropocéntrica ¿no? Y que no solamente fuera la teología, el latín y la filosofía lo que de alguna forma se metiera en ese cóctel del conocimiento universitario, sino que fueran las lenguas vulgares, la literatura, la poesía, el arte pictórico, la arquitectura y todo eso, bajo un tamiz de laicidad es lo que hizo verdaderamente generar un cambio, un punto de desequilibrio, en lo que tradicionalmente la universidad había concebido como sus valores.
Esos valores del renacimiento podemos fijarlos en la libertad, la tolerancia; fíjense siglo finales del XIV principios del XV y qué actuales suenan: libertad tolerancia, curiosidad, apertura, independencia, esos eran los valores.
Derek Bok, un famoso rector de la Universidad de Harvard, decía en un libro maravilloso de hace unos años “Higher Education in America”, que los tiempos grises, oscuros, sin valores de la universidad medieval podrían denominarse aquellos de la disciplina, disciplinar la mente y edificar el carácter, pero con rígidos, con códigos de conducta y un currículum más estático que extático.
Esos tiempos del renacimiento (salto cuatro siglos para ir llegando a mi conclusión), son los que sirven también de fuente, de fuente de inspiración a muchos de esos llamados liberal arts colleges de Estados Unidos que luego, verdaderamente también se replican en el caso de Europa a mediados del siglo XIX.
Ese concepto de artes liberales, que luego se han ido incorporando no solamente las artes sino las ciencias, ese concepto de la interdisciplinariedad, ese concepto de la formación integral en términos de Benedicto XVI por ejemplo, sin llegar a querer santificar nosotros a nuestros alumnos, sí que es cierto, que nuestra universidad, la Universidad Camilo José Cela, el poder de la integración, de la interdisciplinariedad, de la convergencia de conocimientos dentro y fuera del aula, residen precisamente en términos de valores a esta concepción renacentista y a esta concepción de los liberal arts colleges en el siglo XIX.
Digamos que se pasó en la historia de las universidades, de las universidades espirituales o contemplativas a las universidades sensoriales.
En este periodo posterior del siglo XIX, pues obviamente con el florecimiento de las máquinas, de la revolución industrial, de los tecnicismos, de ese deseo también de que la universidad se convirtiera en lugar de la investigación aplicada, de la investigación aplicada a las cosas, a los nuevos materiales, a las nuevas industrias, a las nuevas fábricas, es lo que hizo y gracias a Humboldt, entre otros muchos, que la universidad se convirtiera en un centro de investigación aplicada, que los laboratorios fluyeran y que de alguna forma el saber hacer, ya no solamente el saber, se convirtiera en un valor fundamental.
Es lo que reza precisamente el lema del MIT, la mente y las manos (mens et manus), ya no solamente pensar, elucubrar, es también aplicar, es esa practicidad.
Fueron tiempos en los que reside un valor maravilloso, un valor del que algunos hablamos, pero pocos practicamos porque nuestros países o nuestros regímenes desde el punto de vista regulatorio, no es que lo fomenten, no es que lo faciliten que es el valor de la filantropía.
Cuántos industriales de la siderurgia, de la minería, del carbón, del petróleo incluso de finales del XIX, decidieron, después de que hubieran sido determinadas órdenes religiosas desde el siglo XVII (por ejemplo, en el caso de Estados Unidos), decidieron secularmente abrir universidades con un espíritu verdaderamente generoso y con un legado altruista, que al día de hoy permanece en los tiempos.
Ese mismo legado y valor altruista, era algo que ya obviamente en el renacimiento existió con lo que fue el legado el mecenazgo; digamos en filantropía podría ser ese brote de una semilla que fue el mecenazgo, un mecenazgo más concentrado en el arte, menos concentrado en el saber.
Concluyo, aludiendo digamos, a unos dos de los pensadores, educadores pedagogos, filósofos pragmáticos podríamos decir y psicólogos sociales más importantes a la hora, en nuestra universidad, la Universidad Camilo José Cela, de construir nuestro ADN desde el punto de vista valores: uno es Kurt Hahn y el otro John Dewey.
Claramente Kurt Hahn, que fue un judío-alemán emigrado durante la Segunda Guerra Mundial a Inglaterra y Escocia y uno de los mayores emprendedores en el ámbito de educación escolar que ha conocido Europa, que montó, llegó a montar cuatro, cinco colegios con distintas tipologías, es decir, de alumnos y con distintas metodologías de aprendizaje y llegó a crear una de las redes más importantes de colegios solidarios y excelentes que hay en el mundo, como es United World Colleges, colegios para la paz, de alguna forma.
Fue alguien que verdaderamente su doctrina y su filosofía radicaba en los siguientes valores educativos, decía: “concern and compassion for others (preocupación y compasión por los demás), the willingness to accept responsibility (la voluntad de aceptar la responsabilidad), and concern and tenacity in pursuit of the truth (estar verdaderamente convencidos y ser tenaces para la consecución de la verdad). Punishment of any kind is viewed as a last resort (el castigo físico mental es en cualquier caso el último recurso).
Estos valores que él también pasa a llamar los valores samaritanos, el buen samaritano, son los que de alguna forma nosotros nos han hecho ver en el programa Integra de refugiados de guerra, la importancia por atraer y por combinar en nuestras aulas a alumnos de distintos niveles socioeconómicos, de distintas culturas, de distintos credos, de distintas etnias para enriquecer, ya no solamente la propia experiencia de aprendizaje para una serie de asignaturas o de programas académicos, sino para que verdaderamente podamos estar construyendo, construyendo ciudadanos del mundo, ciudadanos con una capacidad racional tan fuerte como la capacidad emocional, tan sensibles al prójimo y a las diferencias, como conscientes de su poder, de cambiar o de trastocar el entorno, de dirigir o de conducir voluntades, pero con la misma capacidad de verse envueltos, de verse atraídos y de retrotraerse y de hacer autocrítica para mejorar de forma constante en su construcción como personas, en el concepto de persona humana que podríamos aludir al papa Juan Pablo II.
En la Segunda Guerra Mundial (¿puedo Ignacio acabar o estoy extendiéndome demasiado?) hablaba de John Dewey también, pero en cualquier caso el programa Integra nuestro (hablaré luego de ello, lo dejo) acabo con John Dewey, ya haciendo como ha hecho mi antecesor, de alguna forma, un lema paraguas, una frase que acoja lo que he intentado transmitirles en estos apenas ocho o diez minutos, es algo que verdaderamente creo que conecta maravillosamente con los valores y con la misión de nuestra universidad y de muchas otras universidades.
Porque cuando uno construye el mapa genético de su universidad (obviamente no lo construye solo y exclusivamente mirándose hacia uno), lo construye a partir de las mejores prácticas de otros que a veces llevan más tiempo que uno en el sistema universitario, y algunas otras veces sorprendido de que algunos recién llegados, están ya creciendo bajo un mapa intelectual y un mapa sensorial que ya recoge esa serie de valores a los que uno aspira.
Y decía John Dewey algo precioso, ese gran filósofo decía, pragmático, psicólogo social y pedagogo progresista de mediados del siglo XX, que también inspiró a muchos otros pedagogos en la Europa como Alemania, como Krause, o como Fröbel, o como Pestalozzi, aunque Pestalozzi es anterior, o como en España la Institución Libre de Enseñanza, decía algo que verdaderamente me gustaría remarcar como la frase final de esta pequeña intervención, decía: “La educación no conduce hacia la vida, sino más bien la educación es la propia vida en sí. La educación es en sí, el enriquecimiento y el significado. En su discurrir los cursos y las asignaturas deben ser en sí mismos, es decir, intrínsecamente experiencia de vida por sí solos y no instrumentos para el logro de determinados fines”.
Con esto acabo, muchas gracias y con permiso del moderador seguiré en el debate.